domingo, 19 de octubre de 2014

El cine

 Adiós, Ruperta. Adiós a todos. Era la hora.
 Con una camisa clara y fresca salí tranquilo. No preparé ningún guión, porque no me los acuerdo. Entonces seguí caminando sin pensar con exactitud. El sentimiento de alegría y confianza ocupaba mi mente.
 Corrí, anduve en bicicleta, usé otros transportes, corrí, subí montañas, bajé montañas, caminé, corrí, salté, volé, otros vehículos, una patineta, un monopatín, nadé, crucé, el mar, el océano, tomé un coco de una isla, navegué en balsa, me abroché un botón casi suelto de la camisa fresca, seguí caminando, pensé en los colores y en la alegría, doblé a la derecha, doblé a la izquierda, giré sobre mí mismo, se hizo de noche y de día, y ya era la tarde. Pasaron unas nubes. Caminé un poco más, subí unas escaleras y vi el cielo.
 Vestida con una frescura y soltura mucho más relajadamente hermosa que la mía, me esperaba.
 Compramos las entradas de la función más próxima y fuimos a la sala. Nos sentamos y la miré otra vez. Viajé por el espacio, nadé en las profundidades de los mares desconocidos, volando di la vuelta al mundo, encontré la magia de los cuentos y las creencias de todos los hombres, lloré, reí, lloré, sonreí y me caí de la fantasía cuando prendieron las luces.
 No sé bien qué pasó, pero ella me estaba diciendo que era la peor película del mundo; que no podían pasar tantas cosas de esa forma. Y sobre todo, el título no tenía nada que ver: Adiós, Ruperta.


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Texto: Gisela Stuchi.

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